Leyendo a través

Auscultando el papel

Aparecen suavemente unos símbolos

Que dan cota a palabras pacíficas

Usadas en un indeterminado idioma.

Se representan planos generales

Atravesados por cauces inquietos

Que enlazan gradualmente

Un documento impreciso.

Al primer instante de luz

La lectura suena a instrumento

Desafinado. Los modelos de sustitución

No tienen relación con ningún aspecto real.

Pero poco a poco, estos elementos van

Constituyéndose en artísticos

Revelando perfectamente un conjunto

Turgente y apasionado a los sentidos.

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jueves, 25 de noviembre de 2010

La premonición

“Este es el episodio preferido de mis nietos. Cuando vienen de Pachacamac a Lima, yo se lo cuento en el sofá de la sala. Mientras que su abuela nos prepara en la cocina unos deliciosos panqueques que siempre prepara al final de la historia:

 Cuando muchas veces una fuerza (que no sabemos cómo llamarla, hay quien dice que es casualidad, hay quien dice que es la Providencia, hay quien dice que es superstición), le dice a nuestra conciencia que vayamos por un sitio por el que la razón, o los impulsos o nuestros intereses nos advierten que no vayamos y, al final, hacemos caso a esas voces ocultas y comprobamos que, de no haber prestado atención, nos habríamos dirigido al desastre, nos sorprende la manera en que esa fuerza interior nos alertó de ese peligro latente que desconocíamos por completo.
 Hacía diez años que el ingeniero Gálvez y su hija se había instalado cerca de
nuestra pequeña aldea, en la altiplanicie interandina. Se marchó allá al poco
tiempo del accidente que le costó la vida a su esposa, cuando Cara apenas
contaba siete años de edad. Augusto Gálvez dirigía las explotaciones mineras de la zona y, dado las desfavorables condiciones naturales del terreno, había
creado una especie de traje con alas, autopropulsado, que le permitiría
sobrevolar con manejabilidad por el escarpado territorio donde, diariamente,
tenía que transitar.
 El ingeniero exhaló un suspiro de satisfacción mientras contemplaba, orgulloso su obra terminada, o casi terminada: faltaba la prueba final.
- ¡ Será un invento revolucionario! – dijo satisfecho –¿sabrás seguir
guardándome un poco más este secreto?.
- Sí, papá. ¿Cuándo vas a probarlo?.
- ¡El próximo sábado al anochecer, cuando los campesinos hayan dejado sus
campos, seré yo mismo quien vuele en él!.
- ¡Guárdalo de nuevo en su bolsa, Cara! ¡Tengo que regresar a las minas!
–Ordenó el ingeniero mientras cerraba con fuerza la puerta del granero.
- ¡Pobre papá! –pensó Caraire- ¡Ojalá funcione su invento! ¡Le ha dedicado
tantos años! ¡Pero no quiero que ocurra una tragedia: suerte que lo convencí de que se colocara un paracaídas de emergencia!, si algo falla… ¡no caerá en
picado desde la cumbre! ¡Pero creo que voy a asegurarme yo misma de que esto funcione!.
 El taller estaba instalado en el granero de su casa, donde el ingeniero pasaba
largas horas dedicándose tanto a su invento, como a la construcción y
perfección de otros útiles que le encargaban los campesinos del lugar, para
facilitarles el trabajo. A Cara le encantaba ver como se les iluminaba el rostro a aquellas gentes ante los útiles artilugios que les hacía su padre:
arados o tacllas que llegaban a los sitios más escarpados, máquinas de moler y de aventar, lavadoras sin motor y que ayudaban enormemente a las labores de hombres y mujeres de las aldeas vecinas, hasta donde llegaba la fama de los artilugios del ingeniero Gálvez.
 Ahora estaba a punto de comprobar la utilidad de su gran obra a la que había
dedicado la mayor parte de su tiempo desde que se instaló allí. Aquella misma
semana se disponía a hacerla funcionar con él dentro, por lo que Cara se sentía recelosa y preocupada. Bueno, no solamente por esto…
 Hacía varias semanas que la población del lugar estaba un poco revuelta por no sabía bien qué cosa. Pero según había escuchado Cara, parecía que algunas
gentes vislumbraron en el cielo un ave que auguraba mal agüero, y la mayoría de los habitantes de la zona se encontraban muy nerviosos e intranquilos porque pensaban que, probablemente, se avecinaba una terrible catástrofe.
 Pero  Cara o Caraire había decidido, ante todo, proteger la vida de su padre. Porque estaba casi segura de que lo que aquel extraño pájaro había ido a anunciar era el fracaso del invento que los dos –su padre y ella -, llevaban tan en secreto.
 A mediodía, mientras a Augusto le quedaba todavía rato que estar en la mina,
Cara regresó al granero y se acercó, nerviosa, a la bolsa en donde había guardado el aparatoso traje. La cogió con mano temblorosa, se la echó a la espalda y salió de nuevo al exterior. Cara estuvo andando y andando, el tiempo suficiente como para estar lo más lejos posible de la vista de su padre.
  Atravesó páramos, escaló alturas, y llegó a un monte a cuyo borde se divisaban las aguas plateadas de una laguna, se acercó y miró:
-¡Es el sitio perfecto! -Pensó- En caso de que esto se precipite al suelo, la
laguna me servirá de colchón.
Sin pérdida de tiempo la muchacha se puso, con cuidado, aquella extraña
vestimenta. Comprobó que las distintas piezas y mandos quedaban en su sitio y, finalmente, sujetando el paracaídas por los tirantes, se lo colocó en la
espalda como una mochila y lo abrochó con fuerza. Luego localizó la anilla y
respiró con alivio. Se sentía un poco más incómoda de lo que había imaginado. “Tiene que ser algo muy ligero”, había dicho su padre: “No más de nueve kilos, con el depósito lleno”.
- ¡Bueno! – pensó – ¡será cuestión de acostumbrarse!. Y buscó, emocionada, el
contacto para arrancar, “Y, ahora… ¡a volar!”.
 Aquello fue a las mil maravillas. Nunca había experimentado nada igual. Una
experiencia sorprendente e inolvidable. Como sorprendente e inolvidable fue lo
que ocurrió a continuación.
 Al salir de un cañón muy próximo al lugar donde trabajábamos su padre y yo, en una zona escarpada entre pequeños valles, divisó un reducido grupo de casillas que, desde la altura a la que sobrevolaba, se veían de juguete. Los diminutos habitantes de la aldea parecían atareados como hormiguitas, corriendo de un sitio para otro, pero, de pronto, ocurrió algo imprevisto: Cara escuchó el sonido de unos estampidos que parecían ahogarse en el aire:
 
- ¡Cielos!, – exclamó asustada – ¡me están disparando!. Y, rápidamente,
volteando tras una arboleda, localizó una allanada meseta en donde decidió
aterrizar.
 Después de mucho caminar regresó al granero, dejó el traje en su sitio, como lo encontró antes de cogerlo, perfectamente guardado en la bolsa, y entró en su casa, dispuesta a olvidar todo cuanto había ocurrido y descansar. Al poco, llegó su padre un tanto preocupado. Comenzó a explicarle a Cara lo recelosos que habían estado los aborígenes de meterse en las minas todos estos días – por lo del ave de mal agüero que alguien vio merodear la región, hace algunas semanas -. Pero, lo que colmaba la paciencia del ingeniero, era que estaban completamente decididos a abandonar el valle, e instalarse en una angosta faja de desierto que había más al sur:
-¡Dicen que ese maldito pájaro se les ha vuelto a aparecer hoy! ¡Y algún
insensato, que se ha atrevido a dispararle, ha provocado la ira del ave! ¡Por
lo que, esta misma noche ocurrirá una terrible catástrofe! ¡Y es inútil
convencerles de lo contrario: están dispuestos a marcharse!.
“No hay duda –pensó Caraire, preocupada- es la gente que me disparó: ¡madre
mía, me confundieron con el pájaro! ¡Menuda la he armado!”.
 Aquella noche, padre e hija cenaron en silencio y se acostaron enseguida.   Entre sus mantas calentitas, tejidas artesanalmente por las mujeres quechua del lugar, Cara pensó en lo mal que se portó la tarde anterior: “Todo por coger,
sin permiso, el invento de papá” .Y no podía dormir. Quizás debería contárselo
todo a él y que éste les dijera a aquellas gentes que regresaran a sus casas,
porque nada iba a ocurrir… Sí, eso es lo que decidió hacer. Cerró los ojos
cansada y agotada por lo acontecido en la pasada jornada, y, sintiéndose mucho mejor, durmió profundamente.

                      * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * *
 Vuestra abuela, todavía se emociona después de tantos años, al recordar cómo, a la mañana siguiente, muy de madrugada aún, me escuchó hablar con su padre: yo era entonces el capataz de las minas y había subido, alarmado, hasta el hermoso porche de su sólida y resistente casa de roca, que el mismo ingeniero Gálvez, diseñó y mandó construir en una planicie desde donde se divisaban, hacia arriba, las superficies nevadas de la Cordillera Blanca; hacia abajo, en el distrito de Huallancá, las terrazas cultivadas en escalera, cortadas transversalmente por el valle del Río Santa.
- Señor ingeniero, –me oyó decir- ¡ha sido terrible! La noche pasada la tierra
ha temblado en todo el valle, nuestras aldeas han quedado convertidas en un
montón de escombros. ¡Suerte que el pájaro nos avisó ayer! ¡Si no, todos
hubiésemos muerto sepultados bajo los derribos!.
 En ese momento, Cara sale sonriente de la cocina con una bandeja de panqueques y tres tazas de chocolate.”