En verdad no importa cómo se llamaba el personaje de esta historia, los detalles de su aspecto ni el lugar donde vivía. Solamente era un hombre que, desde pequeño, quería ser sabio. Y fue creciendo y creciendo tan ilustrado e instruido, que siendo ya muy joven, casi había leído todos los libros del mundo.
Un día encontró en un texto una hermosa palabra de sonora cadencia cuyo significado desconocía por completo. El muchacho dejó cuanto tenía que hacer en aquellos momentos y su mente comenzó a divagar intentando determinar el valor y significado de aquel extraño vocablo.
- Si pudiese acercarme a mi palabra partiendo de un vacío... –se dijo-, como si el supuesto camino que conduce hasta ella, estuviera limpio de todas las teorías y explicaciones que he aprendido, manteniendo la realidad lo más desteñida posible de aportaciones subjetivas, mayor sería mi capacidad de atención y contemplación para conseguir lo que pretendo. Frecuentemente, el joven llegaba a la conclusión de que todos los simbolismos, representaciones e intuiciones, que tantos escritores habían plasmado tan majestuosamente en los maravillosos libros de novelas, poesías y manuales que desde niño había leído con indudable admiración e interés, ayudan bastante a las personas a descubrir verdades que anidan, desde siempre, en el fondo de nuestro ser. Pero empezó a contemplar la posibilidad de que, para lo que él quería, no le eran tan indispensables.
No necesito de brillantes imágenes significativas... – decía para sí-, sino menos que eso: solo con saber asimilar cada nombre sin el tinte con que es embadurnado por las circunstancias, podré llegar a su propio interior y encontrar su significado...
