"En la casa del matrimonio Rodríguez,
él y ella están viendo televisión,
sin cruzarse, jamás, una palabra,
hasta el día en que se fue la luz.
Entonces, él la miró al rostro y le dijo:
“¿cómo está usted?
Creo que no nos conocemos,
mi apellido es Rodríguez.
¿Cuál es el suyo?”
Y ella le dijo:
“Yo soy la señora Rodríguez.
Será que usted y yo somos...”
De pronto, regresó la luz,
volvió a funcionar la televisión
En 1950 Eugène Ionesco en su obra La Cantante Calva parodiaba la irrupción del televisor en el hogar, en detrimento del diálogo familiar. En la actualidad el progreso ha barrido una vez más las fronteras de las distancias, y ha multiplicado las posibilidades de comunicación. Esta se ha transformado en una especie de ritual vacío, en mera cháchara banal y hueca, siempre desde lejos. Todos necesitan llamarse continuamente por el móvil, enviarse correos electrónicos, contarse lo que pasa o lo que hacen superficialmente. Mientras cada día más personas viven cada vez más solas y más incomunicadas. Incapaces de contarse sus ilusiones, esperanzas, angustias y miedos, abiertamente, incapaces de aceptarse a sí mismos, se ocultan en cambio tras la lejanía y la ausencia de una frívola pantalla para contarse la gran mentira que necesitan creer. Absorbidos por una falsa identidad que, cuando caen las máscaras, queda reducida a cenizas. Subyugados por una apariencia inestable y efímera, plagada de sensaciones artificiales que les ofrece, virtualmente, la única posibilidad de experimentar algo verdaderamente auténtico.