El nombre dado a una persona era de importancia vital en la antigüedad, venía a ser algo así como su esencia, “su yo”; allí donde estaba el nombre estaba la persona (Dt 12, 5). Lo que no tuviera nombre simplemente no existía (Ecl 6, 10).
Un hombre “sin nombre” era insignificante (Job 30, 8). El nombre implicaba, además, la misión encomendada a una persona y, si este no se correspondía con la misión, “otro nombre” le era impuesto.
En este contexto cultural el nombre “Jesús”, en palabras de San Bernardo, no lleva un nombre vacío o inadecuado. El nombre anunciado por el ángel expresaba la misión salvífica que el Hijo de Dios hecho hombre debería realizar y señalaba su cometido: “…le pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará al pueblo de sus pecados” (Mt 1,21).

Con el nombre “Jesucristo” se identifica, pues, a Aquel que hilvana la Antigua y la Nueva Alianza. El que fue prometido y esperado como Mesías, como Cristo, como “El Ungido”, consuma la obra de la redención como Jesús, como "El Salvador".
En nombre de este “Nombre que está sobre todo nombre”, se acoge (Mt 18, 5), se hacen milagros (Mt 7, 22), se ora (Jn 14,13), se envía (Jn 14, 26)…, invocando este nombre los cristianos son incorporados por el bautismo a la Iglesia, “cuerpo de Cristo”, comunidad de “ungidos”, y quedan insertados en Aquel cuyo nombre es Santo, Uno en esencia y Trino en personas.
Por el hecho de ser el Salvador, Cristo puede salvarnos de nuestros pecados; por el hecho de ser sacerdote, nos puede reconciliar con Dios Padre; por el hecho de ser rey, se digna darnos el Reino eterno de su Padre.