Leyendo a través

Auscultando el papel

Aparecen suavemente unos símbolos

Que dan cota a palabras pacíficas

Usadas en un indeterminado idioma.

Se representan planos generales

Atravesados por cauces inquietos

Que enlazan gradualmente

Un documento impreciso.

Al primer instante de luz

La lectura suena a instrumento

Desafinado. Los modelos de sustitución

No tienen relación con ningún aspecto real.

Pero poco a poco, estos elementos van

Constituyéndose en artísticos

Revelando perfectamente un conjunto

Turgente y apasionado a los sentidos.

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miércoles, 24 de agosto de 2011

El desertor

 El jefe de oficiales aseguró tajantemente a su superior que Von Cholthausen nunca había discutido una orden, por dura que hubiese sido.
- ¡Cuente con el para esa cena!. Concluyó con voz áspera y severa.
 Cuatro noches después, en Wurzburg, el jeep en que viajaba el general von Cholthausen franqueó los retenes de seguridad que protegían el cuartel general. El mariscal Murgdorf lo recibió en la penumbra de un espacio abierto frente al comedor. A su entrada gritó al centinela del vestíbulo el consabido saludo de “Sieg Heil Hitler”, y se precipitó hacia el interior. Apretando nerviosamente la gorra que llevaba en la mano, atravesó el recinto iluminado con arañas renacentistas, traídas del palacio de Luxemburgo expresamente para la ocasión.
 Con paso tembloroso se acercó a la mesa que le tenían reservada en un ángulo de la estancia y se sentó frente a una ventana estrecha y alargada. Sabía perfectamente que no debía hacer muchas preguntas acerca del significado de esa cita, pero se atrevió a formular una: ¿por qué se le había escogido a él para el mando de “Gran Paris”?.
- Porque sabemos que usted es capaz de realizar la tarea necesaria allí-. Le contestó su interlocutor.
Von Cholthausen contempló los ojos sin brillo del hombre que tenía ante el y, repentinamente, se dio cuenta de que no era la misma persona que había conocido el verano anterior. Su rostro cansado y macilento, mostraba un aspecto envejecido. Tenía la espalda encorvada, los hombros caídos, su mano izquierda oprimía con el puño a la mano derecha, para disimular un ligero temblor del brazo que le zangoloteaba el cuerpo.
 Pero lo que más le llamó la atención fue su voz: los ásperos gritos que tan a menudo había escuchado en la radio y que hace un año le infundieron tanto respeto y confianza, se debilitaban al finalizar cada frase, hasta convertirse en un débil murmullo.
 El Fürer había comenzado a hablar divagando sin tino acerca del pasado, sobre lejanos episodios de su carrera, de cómo fundó el partido nazi para darle a Alemania “ la maquinaria necesaria para guiar su espíritu combativo”.
 Su voz se elevaba y, por un instante, von Cholthausen creyó reconocer un eco del hombre que recordaba. Dijo que lo de Normandía solo era un contratiempo pasajero pero que pronto, con nuevas armas devastadoras, cambiaría el curso de la guerra.
 Saltaba inesperadamente de un tema a otro y se le acercaba tanto que el general empezó a parpadear ante la proximidad de su aliento:
- Decenas de personas han acabado en la punta de una soga, porque quisieron impedir que realizara mi destino.
 En las comisuras de los labios se formaban espumarajos de saliva, minúsculas gotitas de sudor le tachonaban poco a poco la frente, mientras hablaba, el cuerpo entero se le convulsionaba sin pensar.
- Llevaré al pueblo alemán, hasta la victoria final.
 Presa de escalofríos exabruptos se dejó caer en una silla. Tras un breve letargo, habiendo olvidado su reciente excitación, habló de nuevo:
- Usted será en Paris – dijo a Cholthausen- el terror de los apóstoles de la retaguardia, cuente para ello con todo lo que considere necesario.
 Sin embargo para entonces hacía mucho rato que el general ya no le prestaba ninguna atención. Tenía su mirada dirigida tras la oscuridad de la ventana, donde a penas se vislumbraba, sobre una remota pista de aterrizaje, las luces de un bombardero alemán.
 Luego contempló el elegante salón comedor que el Fürer mandara decorar con suprema exquisitez. Contempló a una rubia camarera que encendía ceremoniosamente varios candelabros de plata y volvió a mirar otra vez por el cristal.
 Más a lo lejos, a decenas de kilómetros de distancia entre un triángulo de luces intermitentes en el valle del Maine, divisó la zona de lanzamiento de la resistencia. El dictador erigió su copa con reverencial parsimonia y profirió exhibiendo su talante implacable:
- Por la ciudad de Paris ¡donde el pabellón alemán ondeará por mil años!.
 Pero von Cholthausen no brindó. Permaneció mirando por la ventana hasta unos segundos después que el dictador se hubiese marchado: “Todo un mundo –pensó con lágrimas en los ojos- media entre este elegante banquete y el infierno que hace unas horas he presenciado en Normandía”.